Así como existe el chándal sobre camiseta publicitaria de alguna empresa de fontanería, chapa y pintura o reparaciones eléctricas adornada por cadena de oro o gold-filled para los hombres, y el chándal, los tacones, y para las más pudientes, el visón para las señoras en el sur profundo, también existe un traje regional para los pijos.
Los pijos, esa especie que nunca se destruye y que tampoco transforma. Es tan predecible saber dónde van a aparecer y sin embargo cada vez que uno se topa con ellos dan ese repelús que produce la amenaza de una España casposa, católica y feudal.
Los de siempre llevan, cuando van de sport, zapatos mocasines –sí sí, alucinante, eh?- o náuticos, con calcetines en invierno. Muchos continúan llevando los vaqueros pesqueros, aunque por supuesto los dockers son componente esencial de su vestuario. Por arriba imperan las camisas de Ralph Lauren, o Pedro del Hierro para los más atrevidillos. El color de los jerseys es casi indefectiblemente azul marino, por lo que uno se pregunta cómo es posible que la industria textil española siga creciendo –desde luego no será por lo que varía el vestuario esta gente, a no ser que tengan los armarios llenos de jerseys iguales-
Cuando no llevan jersey, los pijos llevan puesta o bien una barbour –desconozco cuántos cotos de caza existen en la ciudad de Madrid, pero para tener un barbour como dios manda hay que haberlo comprado en el corte inglés o en guadarnés- o bien una chaquetilla también barbour que es como guateadita, generalmente de color marrón oscuro.
Como artículos de bisutería masculina, se ha puesto de moda entre los pijos llevar banditas de gel. En Estados Unidos existen muchos diseños que sirven para reivindicar todo tipo de causas –desde la clásica del cáncer de huevos de Amstrong que inauguró el género hasta el orgullo negro- pero a las tierras ibéricas ha llegado la livestrong amarilla. También suele complementarse con alguna de cuero o tela, cuanto más sucia mejor, por aquello de dar imagen de ser amigo de la tierra y la ecología. Los pijos más jóvenes se atreven con diseños de pulseras con trozos de madera que llevan pequeñas imágenes de santos, generalmente adquiridas en lugares exóticos, como Brasil. A todo esto siempre se añade un reloj multiesfera metálico en el que resulta absolutamente imposible leer la hora.
La pija lleva indefectiblemente pendiente de perla de bolita. Tampoco me explico cómo es posible que la industria del diseño de bisutería no se ha hundido ya en España, porque rara vez se ve pija sin este tipo de pendiente. El pelo rubio largo con mechas también es un clásico, así como el pañuelito de Hermes o Loewe, como si estuvieran todas traqueotomizadas.
La camisa de Ralph Lauren también impera, y la blusa suele estar proscrita hasta que la pija cumple aproximadamente 60 años, momento en el que las blusas de brillo de las abuelas hacen furor. Entonces la pija pasa a ser la pija vetusta, siempre con pelo cardado rubio, de tal modo que se fusiona con el mobiliario de su casa, en el que por supuesto siempre existen piezas inservibles como bargueños y escritorios de muchos cajoncitos. Todo antiquísimo, por supuesto.
La parte inferior del cuerpo suele cubrirse con pantalón -las pijas sólo llevan falda en las fiestas- generalmente muy ajustado y con cinturón, y por supuesto zapato plano. La jojería de tous no puede faltar, aunque de nuevo, hasta los 60 años no está bien visto llevar mucho más que una gargantilla y un anillo.
Y aún me pregunto por qué me da repelús cuando llego a un aeropuerto internacional para tomar un vuelo a Barajas y de repente me encuentro este esperpento en la cola del mostrador de Iberia!!
jueves, 15 de febrero de 2007
viernes, 2 de febrero de 2007
Casa Granada
Anoche fui a buscar a Goyo al estudio, y al ir bajando por Dr. Cortezo me fijé en un cartel que había en un portal que decía "Casa Granada".
La imagen que tengo de las casas regionales es la que he heredado de las películas casposas españolas. Recuerdo una de Paco Martínez Soria en blanco y negro, en la que volaba por primera vez en avión para ir de emigrante a Alemania. También me viene a la cabeza "el vino... de nuestra tierra" que creo que es de suspiros de España, cantado por la piquer. Una combinación bastante cutre y deprimete por otra parte.
Mi primer contacto con algo muy similar a las casas regionales es la casa de España en Nueva York, que es ciertamente lamentable. Allí se dan cita señores muy mayores que por alguna razón viven en Manhattan con americanos deseosos de aprender el idioma y la cultura españolas. El local, sin embargo, es de esos que ya no quedan en Madrid porque los que había o han desaparecido o han sido reformados con mejor o peor gusto, resultando en el peor de los casos algo tipo museo del jamón, con mármoles, espejos y plantas artificiales por todas partes.
Este lugar estaba en el último piso de un edificio de viviendas. O sea, que había que coger el ascensor como si fuera uno a visitar a un amigo. Por supuesto, el portal de mármol con buzones de madera, todo muy al estilo de los años 70.
Cuando llegamos, nos encontramos con una habitación del tamaño de un salón grande, con una barra de acero inoxidable, varias mesas y azulejos en la pared con frases como "dale una limosna mujer, que no hay nada peor que ser ciego en Granada" y cosas por el estilo. El personal, curiosamente, son casi todos sudamericanos. La clientela son madrileños -no escuché ningún acento del sur- y algún turista bien informado.
El punto fuerte de casa Granada es la terraza. Estrecha hasta límites imposibles, pero da la vuelta al edificio, y desde ella se puede ver casi todo el cielo de la parte sur de Madrid. la Plaza de Tirso de Molina, con sus fuentes a ras del suelo y sus puestos de flores de película de David Lynch. La cúpula de San Francisco el Grande. Y por supuesto las ventanas y las buhardillas de los edificios de Lavapiés, todas con una amarilla y acogedora luz que excita la imaginación y le hace a uno desear conocer las vidas de los habitantes que adivina uno dentro.
La noche estaba fría, pero decidimos cenar sentados a las mesas que había en la minúscula terraza. Tan estrecha que apenas pasan dos personas que no vayan en fila india, y punto de reunión de los intelectuales progresistas del Madrid más castizo. Al lado nuestro, un grupo de gente del cine comentando su próximo viaje al festival de Berlín. Otro grupo hablando de sus andanzas en diversos grupos de teatro. Y por supuesto la pareja español-norteamericana disfrutando de un rico adobo. Todo ello con el fondo de la luna llena invernal en Madrid.
La imagen que tengo de las casas regionales es la que he heredado de las películas casposas españolas. Recuerdo una de Paco Martínez Soria en blanco y negro, en la que volaba por primera vez en avión para ir de emigrante a Alemania. También me viene a la cabeza "el vino... de nuestra tierra" que creo que es de suspiros de España, cantado por la piquer. Una combinación bastante cutre y deprimete por otra parte.
Mi primer contacto con algo muy similar a las casas regionales es la casa de España en Nueva York, que es ciertamente lamentable. Allí se dan cita señores muy mayores que por alguna razón viven en Manhattan con americanos deseosos de aprender el idioma y la cultura españolas. El local, sin embargo, es de esos que ya no quedan en Madrid porque los que había o han desaparecido o han sido reformados con mejor o peor gusto, resultando en el peor de los casos algo tipo museo del jamón, con mármoles, espejos y plantas artificiales por todas partes.
Este lugar estaba en el último piso de un edificio de viviendas. O sea, que había que coger el ascensor como si fuera uno a visitar a un amigo. Por supuesto, el portal de mármol con buzones de madera, todo muy al estilo de los años 70.
Cuando llegamos, nos encontramos con una habitación del tamaño de un salón grande, con una barra de acero inoxidable, varias mesas y azulejos en la pared con frases como "dale una limosna mujer, que no hay nada peor que ser ciego en Granada" y cosas por el estilo. El personal, curiosamente, son casi todos sudamericanos. La clientela son madrileños -no escuché ningún acento del sur- y algún turista bien informado.
El punto fuerte de casa Granada es la terraza. Estrecha hasta límites imposibles, pero da la vuelta al edificio, y desde ella se puede ver casi todo el cielo de la parte sur de Madrid. la Plaza de Tirso de Molina, con sus fuentes a ras del suelo y sus puestos de flores de película de David Lynch. La cúpula de San Francisco el Grande. Y por supuesto las ventanas y las buhardillas de los edificios de Lavapiés, todas con una amarilla y acogedora luz que excita la imaginación y le hace a uno desear conocer las vidas de los habitantes que adivina uno dentro.
La noche estaba fría, pero decidimos cenar sentados a las mesas que había en la minúscula terraza. Tan estrecha que apenas pasan dos personas que no vayan en fila india, y punto de reunión de los intelectuales progresistas del Madrid más castizo. Al lado nuestro, un grupo de gente del cine comentando su próximo viaje al festival de Berlín. Otro grupo hablando de sus andanzas en diversos grupos de teatro. Y por supuesto la pareja español-norteamericana disfrutando de un rico adobo. Todo ello con el fondo de la luna llena invernal en Madrid.
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