Anoche fui a buscar a Goyo al estudio, y al ir bajando por Dr. Cortezo me fijé en un cartel que había en un portal que decía "Casa Granada".
La imagen que tengo de las casas regionales es la que he heredado de las películas casposas españolas. Recuerdo una de Paco Martínez Soria en blanco y negro, en la que volaba por primera vez en avión para ir de emigrante a Alemania. También me viene a la cabeza "el vino... de nuestra tierra" que creo que es de suspiros de España, cantado por la piquer. Una combinación bastante cutre y deprimete por otra parte.
Mi primer contacto con algo muy similar a las casas regionales es la casa de España en Nueva York, que es ciertamente lamentable. Allí se dan cita señores muy mayores que por alguna razón viven en Manhattan con americanos deseosos de aprender el idioma y la cultura españolas. El local, sin embargo, es de esos que ya no quedan en Madrid porque los que había o han desaparecido o han sido reformados con mejor o peor gusto, resultando en el peor de los casos algo tipo museo del jamón, con mármoles, espejos y plantas artificiales por todas partes.
Este lugar estaba en el último piso de un edificio de viviendas. O sea, que había que coger el ascensor como si fuera uno a visitar a un amigo. Por supuesto, el portal de mármol con buzones de madera, todo muy al estilo de los años 70.
Cuando llegamos, nos encontramos con una habitación del tamaño de un salón grande, con una barra de acero inoxidable, varias mesas y azulejos en la pared con frases como "dale una limosna mujer, que no hay nada peor que ser ciego en Granada" y cosas por el estilo. El personal, curiosamente, son casi todos sudamericanos. La clientela son madrileños -no escuché ningún acento del sur- y algún turista bien informado.
El punto fuerte de casa Granada es la terraza. Estrecha hasta límites imposibles, pero da la vuelta al edificio, y desde ella se puede ver casi todo el cielo de la parte sur de Madrid. la Plaza de Tirso de Molina, con sus fuentes a ras del suelo y sus puestos de flores de película de David Lynch. La cúpula de San Francisco el Grande. Y por supuesto las ventanas y las buhardillas de los edificios de Lavapiés, todas con una amarilla y acogedora luz que excita la imaginación y le hace a uno desear conocer las vidas de los habitantes que adivina uno dentro.
La noche estaba fría, pero decidimos cenar sentados a las mesas que había en la minúscula terraza. Tan estrecha que apenas pasan dos personas que no vayan en fila india, y punto de reunión de los intelectuales progresistas del Madrid más castizo. Al lado nuestro, un grupo de gente del cine comentando su próximo viaje al festival de Berlín. Otro grupo hablando de sus andanzas en diversos grupos de teatro. Y por supuesto la pareja español-norteamericana disfrutando de un rico adobo. Todo ello con el fondo de la luna llena invernal en Madrid.
1 comentario:
Al dia siguiente yo tenía un poco de picor de nariz. quizá por el frio que hacía en la terraza. Pero el constipado no prosperó. El calor de miki lo sustituyó por una sonrisa en mi cara.
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