Parecerá una cursilada, una pastelada a estas alturas ya de la película de mi vida, pero me he enamorado como un quinceañero. De hecho, no me enamoré cuando tenía quince años, y quizá por eso sigo creyendo en la posibilidad de encontrar al príncipe azul.
Todo sucedió hace relativamente poco tiempo, aunque para mi han sido unos días tan intensos que me han parecido meses. La noche del 30 al 31 de diciembre salí con unos amigos a cenar, invitados por uno de ellos que quería presentarnos a su novio suizo con el que se va a ir a vivir a ese país. Estuvimos en un restaurante italiano que habría olvidado fácilmente de no ser por lo que me ocurrió aquella noche.
Después de tomar algo en los locales habituales de Chueca, me fui con dos de mis amigos a un local nuevo que no está exactamente en el barrio gay, sino un poco más cerca de mi casa. El lugar era bastante agradable, con cierto ambiente osuno pero sin llegar a ser excesivo. A la gente, bastante guapa, se la veía con ganas de ligar. Aunque eso no es realmente una excepción en el ambiente.
Allí en la barra crucé mi mirada con él. Llevaba una gorra medio verde-amarilla con la parte trasera negra, y unas gafitas de montura metálica muy fina, que junto a su barba recortada y su nariz prominente indicaban claramente su ascendencia judía. Luego corroboré esta primera impresión cuando sentí su piel suave y blanca.
A pesar de ser de una estatura similar a la mía, sus manos eran fuertes y grandes, aunque de tacto suavísimo. Él también fijó su mirada en mis ojos, y yo le sonreí. Me mantuvo la mirada. Supe que al menos no le había resultado indiferente. Y ahí me quedé, cerca de donde estaba él, bailando y sin dejar de echarle miraditas de vez en cuando para ver si continuaba interesado.
Al cabo de un rato de juego de miradas, él se me acercó y me dijo que iba a por una copa, que no me fuera. Eso me hizo pensar que quería al menos continuar flirteando conmigo, mirándome desde sus ojos almendrados que se resguardaban tras sus gafas de rabino posmoderno.
Cuando ya estábamos claramente uno junto al otro bailando, me dijo algo que me dejó clara su sinceridad. Y es que me dijo que no había salido nada más que a bailar, porque ni siquiera se había duchado. A mí la verdad es que en ese momento lo que menos me apetecía del mundo era que este chico se me escapara, así que me armé de valor y le dije que eso no era un problema, que nos podríamos duchar juntos en mi casa, ya que vivía cerca.
Creo que eso que le dije le terminó de decidir, y me besó. Sus dientes eran preciosos, y el sabor de su boca muy agradable, incluso adictivo, de tal modo que no cabía duda de que tenía interés por mí.
Al rato de estar en la discoteca decidimos marcharnos, y en el camino a casa hablamos de tonterías, no recuerdo muy bien de qué, pero lo que sí percibí es que había química entre nosotros. Los silencios no eran incómodos, y lo que uno decía se veía de modo natural escuchado y contestado por el otro, sin brusquedades, fluyendo entre los dos.
En algún momento de nuestro camino a casa, que se veía interrumpido por constantes besos apasionados contra las fachadas, él me preguntó si tenía novio, ante lo cual me surgió la duda acerca de si él lo tendría. Le dije que no, que no tenía novio, y entonces él sonrió y exclamó "qué bien!". Él tampoco estaba con nadie, así que a mí su pregunta me pareció deliciosa, porque apenas nos habíamos conocido y ya me estaba sondeando para saber si podría tener hueco una posible relación. Las cosas no podían ir mejor...
Una vez que llegamos a casa, cumplí lo prometido y nos metimos en la ducha. Desde ese momento el resto fue increíble. No había momentos embarazosos, nuestros cuerpos se complementaban a la perfección. Las formas de nuestros brazos, nuestras piernas, nuestro tronco, nuestras cabezas, nuestros sexos parecían hechos el uno para el otro, como las piezas de un puzzle que de repente casan sin esfuerzo. Su entrega sexual me sorprendió por lo desinhibida y al mismo tiempo por la ternura que rezumaba por todos los poros de su cuerpo. Aquella noche fui yo quien lo poseí, y se entregó a mí de un modo como nadie más lo había hecho nunca.
No sólo tuvimos un sexo maravilloso, sino que a la mañana siguiente, día de Nochevieja, allí estaba mi ya príncipe azul, yaciendo abrazado a mí y sin ninguna intención de salir corriendo y anotarme como un polvo más. Compartió conmigo su costumbre de ir a ver una película el día de Nochevieja, algo que enseguida me dijo que, como a mí, le gustaba nadar a contracorriente de la mayoría de las personas y relajarse en una oscura sala de cine en las horas previas a las doce de la noche, horas absurdas, perdidas por la mayoría de nosotros, en las que no sabemos muy bien qué hacer con nuestro tiempo. En las que posiblemente estamos apurando la última reunión del año con amigos antes de volver a casa para cenar, o estamos cocinando apresuradamente el enésimo plato de un manjar que posiblemente no disfrutemos por estar llenos con los entrantes, o estamos viendo un absurdo programa enlatado de televisión de repaso del año que nunca recordaremos, o intentamos congraciarnos con familiares con los que de no ser porque tenemos que estar ahí no nos relacionaríamos en nuestra vida.
Encandilado con su propuesta, fui con el al cine a ver una película que a mí me pareció la más bonita de la historia del cine. Nos tomamos de la mano y yo noté el calor de su cuerpo junto al mío en una situación no sexual, algo que me reconfortó el corazón y me hizo sentirme muy cerca de él en un plano si cabe más profundo. Al terminar la película tuvimos que separarnos porque él tenía que cenar en casa de sus padres y yo tenía que asistir a la invitación de la familia de mi mejor amigo, que no quería que pasara solo la Nochevieja. Aunque habíamos quedado en llamarnos para vernos tras la entrada del año nuevo, pensé que a lo mejor aquella noche no volveríamos a estar juntos.
Lo que me llenó de alegría fue el mensaje que me mandó al móvil en el que me decía que ya salía de casa de sus padres y se volvía a la suya, y que me esperaba allí. Mis amigos comprendieron perfectamente mi deseo de verle, y después de cenar y brindar por el año nuevo me llevaron a su encuentro, donde celebré de nuevo, y esta vez con una alegría que no quiero olvidar jamás, la entrada del nuevo año en la azotea de su casa, con una botella de cava mientras contemplábamos un cielo de Madrid rojizo por el alumbrado público, que poseía una luz crepuscular increíblemente bella, y sobre cuyo fondo resaltaban los fuegos artificiales que daban la bienvenida al año que he comenzado sintiéndome el hombre más feliz y afortunado del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario